En el páramo

Estar en el páramo puede no ser un lugar. Puede ser una forma de hablar, de decir que no estás en ninguna parte, de que nadie puede encontrarte en esta situación ajena y lejana, aparte de todo.

Puede significar que te resguardas en un rincón de la mente donde no pasa el tiempo, donde no hay nada agresivo, azaroso, como tampoco excitante. Donde no hay drama, no hay decepción, no hay dolor, ni pérdida, ni fracaso, ni ruido.

También, puede referirse a una situación sin amigos que pregunten qué tal te va, tomas un café o qué te cuentas que hace mucho que no te veo o te noto preocupado, estresado, triste, indiferente. O a las dudas de si verdaderamente le importas algo a alguien, si alguien te recordaría y te echaría de menos, si has dejado alguna huella trascendente o sólo estás de paso tan olvidable como un sueño; si has ocupado alguna vez la cumbre de la prioridad de alguien, si alguien te quiso más que a nada en la vida y eso fue algo muy hermoso, importante, significativo.

El páramo puede ser el hogar de los insomnes, de los melancólicos, los existencialistas e incluso, de los cínicos que ya no conectan con nada ni con nadie, de los prófugos de una maquinaria que los expulsó o nunca los admitió por mucho que lo intentaron.

Puede ser ese vacío ahogado en un paisaje mudo, silenciado bajo el peso de una armadura inservible, culpable del delito de no molestar, de refugiarse en la soledad de una torre, en un laberinto ajardinado, en un bosque insondable, en un libro sin abrir deseando encontrarte
para contarte una historia y no morir en el olvido.

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